La poesía de Rebeca Henríquez

REBECA HENRÍQUEZ
(1982)

En su poesía, muy afín al surrealismo, Rebeca Henríquez reconstruye con detalles alucinantes la experiencia cotidiana, transformando los escenarios urbanos —salas de cine, calles o jardines— en ámbitos simbólicos, donde sus personajes —seres ordinarios hechizados por su poética, tan visual— adquieren un aura mítica, como en este esplendente retrato de una madre: “Ella siempre ha sido el respiro de un jaguar, / suspendido por una saeta en el follaje del bosque”.

Su imaginación interpretativa y una simbología muy personal la ubican en una línea de la poesía salvadoreña que Carlos Santos nombró la “tradición subterránea”, y en la que también se distinguen poetas como Alfonso Kijadurías, Rolando Costa y Jorge Ávalos. En esta tradición, Rebeca Henríquez se distingue por la manera tan personal en la que trata temas sombríos: la alienación social de la mujer, los efectos de la violencia en la conciencia y la angustia ante la muerte.

Tres veces ganadora de premios nacionales de poesía, su obra aparece seleccionada en dos antologías: Las otras voces: Antología de poesía joven salvadoreña, San Salvador, DPI, 2011; y El libro verde: 39 poetas en defensa de la tierra, Fundación Metáfora, México, 2012. Ha publicado: El verano aventurero. Poesía infantil. Colección Juegos Florales Vol. 8. DPI, 2013. Inéditos: En el año del error (poesía); y Vidas Irremediables (cuento).

Nota y fotografía de Jorge Ávalos

 

 

A PROPÓSITO DE LA MUERTE DE PAUL RÉE

Muchas cosas coinciden ahora para llevarme
al borde de la desesperación. Y una de ellas
es también, no quiero negárselo, mi desilusión
con respecto a Lou Salomé.
Carta a Paul Rée de Friedrich Nietzsche

Los hombres se suicidan por placer, no por amor.

Que no te engañe ese bandido del inframundo.
Que no pretenda jugar contigo
y sus naipes de misterio profesado.
Ten cuidado con ese raptor de la gracia del arcoíris,
ese ladrón de axiomas furtivos
y amante de las apuestas ladinas.
Que no sea tu rostro el de un arlequín
que cambia de tristeza a furia y de alegría a espanto
en las cartas de su mano fantasmal.
No convides a la culpa, al pudor o a la demencia
para que cierre tu corsé de inocente pensadora.
No despliegues los rizos de tu cabello,
desde un puente hacia el abismo,
como una soga de luz para sus manos.
Deja que caiga aquel
quien con sus emociones te perjura,
deja que el leviatán
le reciba en la hondura de sus entrañas,
que el espiráculo de un delfín oscuro
le aspire con lujuria,
hasta que sus dedos no puedan señalarte
o escribirte un verso
o acariciar la delgadez de una sábana
mendigando la tersura de tu piel.

Que no te engañe, mi aturdida Lou,
los hombres se suicidan por placer, no por amor.

 

CINEMA

El ciego avanza por una fila.
Taciturno.
Su travesía es dirigida por las máculas
que vuelven decadentes las galaxias.
Posa sus brazos morenos
sobre el aparador,
y de sus vellos caen gotitas de sándalo.
El rumor de las máquinas nunca cesa,
en sus pantallas los números aparecen
como actos de magia
para los seres que habitan en las cuencas de sus ojos.

El ciego avanza por una tundra.
Taciturno.
Con las suelas de sus zapatos percibe la lisura de la alfombra
y el fulgor de las luces que
—atrapadas en pequeños círculos—
brillan en medio de ella.
La película está a punto de comenzar.
Él,
con sus pupilas indolentes, se resigna a reír
cuando ríen los demás,
hasta que todo es un largo silencio.

 

JARDÍN DE BONSÁIS

Nunca olvido a la muerte.
Es un cascabel que repica en la punta de mi melena,
la cual se alarga con los años hacia la cuenca terrosa del sepulcro.
Y no es que esté inmersa en mi hechura:
es que yace junto a mí,
se adecúa a la furia del estío en los recovecos de mi piel
y se acurruca en el centro de mi pecho como un murciélago sombrío.

La muerte siempre está conmigo.
Y puesto que la memoria es una repisa atestada de films inapreciables,
ordenados en una trastienda
donde sólo el murmullo de los gorgojos
podría cuestionar con agujeros su existencia,
así la muerte,
con sus atuendos extravagantes,
está apilada en las celdas acuosas de mi recuerdo.

Allá,
en algún jardín memorial,
un celador recoge los ramos marchitos de los mausoleos
y los extiende sobre un sillón agradable.
Sabe que la muerte es nada,
tanto como yo sé que con el tiempo
los troncos de un roble diminuto
se inclinarán hacia mis labios
para adornar la estrechez del jardín
donde la muerte
es un cascabel que repica en la punta de mi melena.

 

* Poemas reproducidos con permiso de la autora, Rebeca Henríquez.

La poesía de Miguel Huezo Mixco

Edén Arde

MIGUEL HUEZO MIXCO
(1954)

En sus poemas, de un exteriorismo trastocado por la magia del albur, se configura una narrativa fragmentaria donde ficción e historia se combinan y transmutan continuamente. Se trata de un universo donde sus demonios personales no son exorcizados sino celebrados, como personajes en una danza de la muerte para nuestros tiempos. Su concepción de la historia, por lo tanto, no es cíclica sino postmoderna: la historia misma ha llegado a su fin y, ante la caída de las antiguas fronteras económicas y políticas, el poeta se transfigura en un cronista de los cataclismos y naufragios de nuestros más enraizados paradigmas.

En su nuevo libro de poesía, Edén Arde (Índole Editores, San Salvador, 2014), Huezo Mixco expande su territorio poético al introducir el tema amoroso como el componente individual que le da sentido a la historia: la fabulación erótica con la complicidad de la memoria como fuentes de las historias que nutren y configuran nuestra visión personal de la historia.

Además de dos libros de ensayo y una biografía, ha escrito, en poesía: El pozo del tirador (1988); Tres pájaros de un tiro (1988); Memorias del cazador furtivo (1995); El ángel y las fieras (1997); y Comarcas (Premio Centroamericano de Poesía “Rogelio Sinán”, Panamá, 2002).

[Nota de Jorge Ávalos]

 

LA PERRA Y EL LOBO

Todas las noches entregaba un cordero
de mi rebaño al lobo con que me apareaba
Olfato y piel me consta estaba flaco
Pobres borregos
mojaban de miedo sus vellones

Ladra un perro al día a la noche
pompas de jabón que emergen de un lavaplatos
ruido de ducha manchas de aceite
venid y borrad el miserable tiempo de lo vivido

Adiós
al pasto a la lluvia
al vaivén de los murciélagos bajo las noches inyectadas con su leche
adiós a las delicias del tiempo y del sueño
adiós soles ociosos cuya luz me fascina
adiós a la máquina vibrante de su cola

Huelo mis huesos blancos mi carne rosa
con tenues gemidos a la sombra del árbol
entre el verde olor al resuello de mi lobo
Toda la divina oscuridad mora en esos ojos
Espuma y chispa
Mi sangre se vistió con su hermosura
Come de esta vulva
entre las ásperas cobijas
Di que mintieron los profetas
Escucha mi corazón crujir como el envoltorio de un caramelo

 

LUNA HIENA

Lanza la luna
su serrín
por mi ventana
Blanquísima criatura
Querida y remota
luna hiena
Yo leía mi destino en los signos de esa agua
Miraba en ese espejo la desnudez sobre un lecho de nubes
Yo me sentía acaso un dios muy poderoso
Ahora eres un farol sobre mis aguas negras
Un olvidado corazón de luz

Es tu remoto cuerpo un infierno de sedas
Amiga luna hiena

 

LA TRIBU

Una mañana envolví mi calavera entre los periódicos del día
y corrí al desierto donde el sol adormece y abrasa
en busca de mis huesos

Mi terca tibia el galante occipital tan amado por su médula
el ufano esfenoides
la mugre de mis uñas y la luna de mi sien
eran la viva estampa de mi tribu

—Este no eres tú
tú eres otro—
me decía mirándome en los fríos charcos de las calles de Sonoma
gordo muñeco de nieve herido por la ventisca

Un cubo de nieve se forma arañando la escarcha del refrigerador
cuando ya no queda nada de comer en su interior

Viajé anduve nadé
hasta ingresar a las ciudades donde vive un Dios impaciente
Las muertes que dispensa suelen ser muy meditadas

Veo mis huesos azules en los cristales de los rascacielos
colgando de un andamio como mono de otro planeta
Pregunta mi barba de dónde la llovizna esta tristeza
El viento es un puñal que me sacude
Pero sé que mi cuerpo está en alguna parte
a menudo lo veo entre sueños

Noche tras noche a la hora de comer
desempaco mi calavera de su cuna de periódicos la beso
mi aliento a soda y caries parece disgustarle

Toda vida todo abismo todo dique
todo árbol todo clavo toda sangre
El hombre y la mujer que yo contengo
son la viva estampa de mi tribu

 

* Poemas reproducidos con el permiso del autor del libro Edén Arde.

La poesía de Rafael Mendoza

Mendoza - He dicho

RAFAEL MENDOZA
(1943)

Poeta cívico, en el sentido clásico de la frase, su obra se encauza por dos claras vertientes: una lírica y otra discursiva. En ambas, lo personal y lo político se fusionan a través de una constante reflexión sobre el individuo en los avatares de la historia.

Como bien lo señaló Claudia Lars al reseñar su primer libro, su “fina ironía” es “a veces convertida en amargura”. Esa amarga desesperación ante la historia —por sus trágicos eventos políticos: la represión, el exilio, el desencanto— encuentra en los meandros de la memoria su más acertada ruta de escape. Así, por vías de la evocación, la solidaridad y el amor, Mendoza formula una poética de la resistencia ante los abusos del poder.

Obra poética: Confesiones a Marcia (1970); Los muertos y otras confesiones (1970); Testimonio de voces (1971); Sermones (1972); Los derechos humanos (1974); Elegía a media asta (Premio Club de Prensa de El Salvador, 1977); Entendimientos (1977); Homenaje nacional (1986); Los pájaros (1987); Poemas para morir en una ciudad sitiada por la tristeza (2004); Este mal de familia (publicación colectiva con sus hijos Mezti Súchit y Rafael Mendoza, 2008).

Una antología de toda su obra, He dicho (Editorial Universitaria, San Salvador, 2013), recoge también su poesía dispersa y el poemario inédito Hommo Sapiens.

[Nota de Jorge Ávalos]

 

A LA MÁQUINA DE ESCRIBIR

Te prestas a mi juego dócilmente.
Ordenas mis palabras, me las juntas.
Das vida a mi papel cuando me lo untas
de negro literal, maquinalmente.

Eres una entre mil, mas diferente
porque no eres burócrata. No apuntas
sentencias ni injusticias; no preguntas
ni contestas detalles de la gente.

Contestas solamente a mis nerviosos
desesperados dedos que teclean
y tecleándote dictan esos trozos

que tú alineas. Sean como sean,
amargados, serenos o furiosos,
a ti te basta con que me los lean.

 

BODEGÓN EXACTO DE LATIDOS

Crecí entre maquinarias de relojes,
bellos mecanismos por donde el tiempo real, el insobornable,
planificaba sus rondas espectaculares en mi infancia infeliz.
Me agradaba escuchar los latidos que recobraban esos soles
cuando pasaban por las artes de mi tío Ramón
en una especie de resurrección que él oficiaba a diario.

Afuera
las horas reptaban en el limo de otra realidad
con la suerte marcada por todo tipo de intrigas
complicando a quienes se le ofreciesen
para llevar a cabo las maquinaciones típicas de un medioevo
al que todavía seguimos tan acostumbrados.

Me decían entonces que era el tiempo
el que pasaba. Me dijeron
toda suerte de mentiras.
Lo cierto es que pasaron los relojes, mi tío
y una generación de parroquianos que confiaban en él
porque sabía entrar al alma de aquellos aparatos.
Pasó la historia misma de largo sin tomarnos en cuenta,
sin siquiera darnos la palmadita en el hombro.

En cambio el tiempo sigue aquí,
no se ha ido, anda conmigo,
esperando el día en que yo me tenga que ir también
y deba él quedarse cuidando
estas queridas monstruosidades
que he venido atesorando.

 

YA GIMEN TUS INDÓMITOS MASTINES

Estás ahí, dragona,
esperando en la oscuridad,
velando tus armas, salaz,
con el codicioso organismo ovillando apetito,
fiera desnuda disponiendo la lid.

Mírate los enhiestos botones del pecho,
dominan el claroscuro con su brillo;
y las piernas apretando el imponente caracol,
verticilo ardiente, suave, limoso,
en sereno control del torrente
que las ansias agitan.

¡Ah, golondra!
Ya gimen tus indómitos mastines.
Reclaman mi cabeza.
Calculan la tremenda acometida,
el envión del esperado invasor,
la refriega en el rítmico galope,
las mil y una escaramuzas que adoptarás,
en la ya irrefrenable sofoquina,
para salvaguardar tu retaguardia de los embates.
Y al cabo de la carga decisiva,
laxos por fin los indomables muslos,
la capitulación de todas tus defensas.

Sí. Sé que estás ahí, jadeante, sudorosa,
tomando posiciones en tu acecho,
repasando la estrategia a implementar,
las tácticas de manos, labios, dientes y saliva,
esperando la hora en que yo me levante de escribir
y me vaya a la cama, a la celada urdida.

Después, como si nada,
saldrás como siempre a pasearte en la playa
con tu insolente aire de ingenuidad,
leyendo los nuevos poemas que nacieron,
como muchos otros hoy libres,
bajo tu permanente estado de sitio.

 

* Poemas reproducidos con el permiso del autor, de la antología He dicho.