“Último deseo”, una película sobre racismo

De cuando trabajé como sonidista en este cortometraje filmado en Nueva York a principios de la década de 1990.

Jorge Ávalos
Jueves 22 de junio, 2017

Bajo la dirección del maestro de cine Herman Lew, en 1991 me uní a un taller de introducción al cine profesional en Nueva York, impartido en un importante centro de producción y distribución de cine independiente: Third World Newsreel. La profesora de dramaturgia, de quien aprendí muchísimo, era la legendaria escritora filipina Marina Feleo-Gonzales, autora del guion de un clásico del cine de Filipinas: Minsa’y Isang Gamu-gamo de 1976. Al final del taller, que abarcó el área de dramaturgia y producción, teníamos que producir uno de los guiones escritos en el taller por uno de los participantes.

El guion que yo escribí era una historia bastante kitsh sobre un chico del barrio, víctima de discriminación por su orientación sexual, que alucina, después de una paliza por matones de barrio, que se convierte en un travesti genial que triunfa ante su comunidad con una interpretación de una canción de La Lupe, la mal pronunciada, pero muy energética versión de “Going Out of my Head”. No había mucha historia en mi guion, pero tenía sus méritos, pues estaba construida por fuertes imágenes poéticas. Después de la alucinación, se pedían tomas realistas del rostro reventado y ensangrentado del chico, en medio de un solar rodeado de edificios destruidos, precisamente en el área donde yo vivía, en el East Village. La escena final era de un hombre —el mismo chico, adulto— ya convertido en un famoso travesti, en el momento justo cuando sale a escena y es aplaudido por el público (la idea era filmar esta escena en el Club Escuelita, que cerró hace un par de años).

Yo conocía a la famosa cantante cubana y en ese entonces tenía casi toda su discografía disponible en discos compactos. La Lupe vivía en el Bronx, y en realidad todo esto se me ocurrió como un homenaje a ella. Aunque se había hecho evangélica, nunca renegó de su pasado como cantante ni habría discriminado jamás contra la comunidad gay, que la adoraba, incluso antes de que sus canciones aparecieran en las películas de Pedro Almodóvar. La llamé por teléfono para pedirle su aprobación personal para usar la música, y me la dio (además del teléfono directo a la persona que manejaba los derechos comerciales, para que aprobara el uso sin fines de lucro de la canción).

Mi guion, que hizo reír tanto a Herman cuando leyó la exhuberante idea de filmar una escena musical en medio del caos urbano del East Village, fue rechazado por las supuestas dificultades logísticas de la producción. Al final se elegió una pieza de cámara con dos actores, escrita fantásticamente, con verdadera tensión dramática, por una autora negra cuyo nombre ya no recuerdo. El tema era el esperado en una producción final de un taller de Third World Newsreel: el racismo. La diferencia es que se trataba de un “película de período”, puesto que su acción estaba ubicada en el sur de los Estados Unidos antes del movimiento de los derechos civiles. Por esa razón decidimos filmarla en blanco y negro, 16 mm.

Aunque yo era el único camarógrafo y editor con alguna experiencia en el taller, se me negó la oportunidad de jugar estos roles, y se me asignó, en cambio, el trabajo de sonidista. Muy tarde descubrió Herman que yo le tenía fobia al caos de los cables, otro ejemplo de cómo lo hacía reír con todo lo que yo hacía. Aun así, hice muy bien mi trabajo. La persona designada como camarógrafa, una chica afro-inglesa, fue muy profesional en escena, pero cuando vimos el material descubrimos, para horror de todos, que había colocado mal una pieza de la cámara y que ésta era visible como una mancha negra al borde de varias tomas cruciales. Era cine, así que durante la mayor parte de la producción sólo ella había tenido acceso al visor de la cámara.

Yo sugerí que el mejor mercado para este corto era la televisión pública, y que durante la transferencia a video la mancha quedaría oculta. Nadie me hizo caso en ese momento. Intenté el humor para levantar los ánimos. Nada sirvió. El grupo estaba deprimido por el resultado. Sin embargo, el proyecto siguió su curso, y la película se editó y se completó, pero no podía distribuirse hasta que hubiese dinero para reparar ópticamente el error en un nuevo negativo, un proceso carísimo que consistía en refotografiar el negativo, cuadro por cuadro. Terminamos el rough cut, completamos el proyecto y nos graduamos. Con excepción del error de cámara, el producto final era de excelente calidad: el guion, la fotografía, el sonido y, sobre todo, las actuaciones de primer nivel, realizadas por dos actores profesionales. Aun así, creí que la película no sería distribuida jamás por esa sola falla visual que dañaba el resultado.

Sólo hasta ahora descubro que el error se reparó tres años más tarde, y que la película Last Wish (Último deseo), obtuvo un negativo final en 1994. El cortometraje —una película de 15 minutos de duración, filmada en 16 mm en blanco y negro, pero transferida a video, como lo propuse desde el inicio—, lo distribuye Third World Newsreel desde sus oficinas en Nueva York. El catálogo describe la historia de esta manera:

“Una mujer negra convicta, perseguida por la justicia, y un hombre blanco del sur de los Estados Unidos se enfrentan en un restaurante en altas horas de la noche. Es un encuentro inquietante en el que se discute la comida caliente, el blues y el “último deseo” de cada uno, que culmina en un final impactante.”

Lamentablemente sólo se distribuye a universidades, por eso el precio es tan alto ($79.95).

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Herman Lew

Mi profesor de cine, Herman Lew, quien también dirigió el programa de licenciatura en cine y video para el City College de Nueva York, falleció a los 49 años el 21 de septiembre de 2014, de un ataque al corazón. Su muerte fue muy inesperada por tratarse de un hombre tan joven, tan vital y tan alegre. Fue un profesor nato y un excelente camarógrafo en documentales como Hans Richter: Everything Turns, Everything Revolves (2013). Nunca olvidaré el día en que alguien llamó a las oficinas de Third World Newsreel con un informe equivocado de mi muerte. Cuando entré, sin saber lo que sucedía, y entre los llantos y lamentos de los presentes, Herman fue el primero en verme, sonrió en silencio y dijo, con naturalidad y frescura: “Here comes Tony’s ghost” (“Aquí viene el fantasma de Tony”).

Marina Feleo-Gonzalez

Marina Feleo-Gonzalez

Marina Feleo-González fue fundadora y presidente del Sindicato de Guionistas y directora fundadora del Gremio de Escritores de Radio y Televisión de las Filipinas. Durante nueve años fue guionista principal de la Televisión Nacional de Manila. Cuando yo la conocí era la directora administrativa de Film News Now Foundation en Nueva York. Después fue asesora de proyectos de cine y audiovisuales. Tenía una capacidad innata para inspirar con su voz tersa y su palabra precisa. Una vez la escuché decir a jóvenes escritores de países en desarrollo que nuestro deber como escritores comenzaba con “liberar nuestras almas de la colonización que nuestros pueblos habían sufrido y que nuestros padres nos habían transmitido sin cuestionarlo”. Descolonizar el alma. Además de los guiones clásicos que escribió en la década de 1970 y que modernizaron el cine de Filipinas, fue una lúcida dramaturga en obras como A Song for Manong (Una canción para Manong, 1988) y Alleluia Panis. Entre sus guiones de cine están: Sa pagitan ng dalawang langit (1975); Minsa’y isang gamu-gamo (1976); Laruang apoy (1977); Ibalik mo ang araw sa mundong makasanan (1978); Gisingin mo ang umaga (1978); y Ang alamat ni Julian Makabayan (1979).

 


Third World Newsreel: Last Wish (1994)

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Las herramientas para un nuevo país

Analistas publican libro “El Salvador en Construcción”, el cual aborda los principales temas en los que el país necesita priorizar para encaminarse al desarrollo en todo nivel.

Rafael Mendoza
El Diario de Hoy | Jueves 22 de junio, 2017

Escribir un libro en El Salvador es una hazaña. Más aún cuando se trata de temas áridos y espinosos. Duros. Para ponerle nombre: política, economía e inseguridad.

La tarea es más grande si se trata de brindar las claves para llevar a buen puerto el barco estatal o, al menos, estabilizarlo.

Con este propósito nació “El Salvador en Construcción”, un libro que aporta herramientas para abordar los más espinosos enfoques de la vida política y nacional, que a la vez se plantean como los más decisivos.

La economista Carolina Ávalos, coordinadora de esta publicación en la que varios expertos han intervenido desde su experiencia, explicó que el libro busca fomentar un debate que lleve a una transformación política nacional.

“La iniciativa de escribir este libro nació de la constatación que sentimos todos los que hemos contribuido a su realización y que creemos es compartida por un número cada vez mayor de salvadoreños: la convicción de que nuestro país se encuentra en un impasse que exige una profunda renovación política”, detalló.

Con tiempo robado y en medio de sus actividades profesionales, los autores han abordado ad honorem aspectos relacionados con la política, la economía, la cultura y lo social. Incluso hasta aspectos filosóficos.

Ávalos señaló que el libro parte del fenómeno de la violencia como freno para el desarrollo. ¿Qué está detrás de la violencia?, se pregunta. “La falta de oportunidades para todos”.

“El Salvador en Construcción” es un abanico que describe los principales aspectos que tienen al estado salvadoreño contra la espada y la pared. Por ejemplo, hay un apartado que habla de la continuidad y transformación de la economía, escrito por el expresidente del Banco Central de Reserva, Carlos Acevedo.

Otro aspecto en el de las políticas sociales. Ávalos aborda el tema junto con la también economista Carmen Aída Lazo. Y, más adelante, la cultura como eje olvidado del desarrollo, expuesto por el periodista y escritor Jorge Ávalos.

En este libro también hay visiones desde afuera, como la que aporta Pedro Caldentey, catedrático de la Universidad Loyola Andalucía, España, quien aborda el tema de la integración centroamericana.

En la introducción de este trabajo analítico, Ávalos llama a los conciudadanos a la reflexión, pero también al compromiso y a la participación en la política nacional.

“Hemos intentado con este libro contribuir a ambos propósitos, con la convicción de que la riqueza del debate es lo que posibilitará una transformación real en beneficio de todos”, concluye.

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El libro, patrocinado por la cooperación española, será presentado el jueves 22 de junio, 2017, a la 5:00 de la tarde en el Centro Cultural de España.

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Un fotógrafo de la vieja escuela

Sobre el fallecimiento de Felipe Ayala, un veterano del fotoperiodismo en El Salvador.

Jorge Ávalos

El fotoperiodista Felipe Ayala, quien durante más de 30 años trabajó para El Diario de Hoy, falleció el 27 de mayo de 2017 a causa de una larga enfermedad. Su deceso ocurrió a las 8:00 de la mañana en el Hospital Médico Quirúrgico, del Instituto Salvadoreño del Seguro Social (ISSS), donde permaneció ingresado varias semanas, víctima de una bacteria que se le alojó en el cerebro. Ayala se formó como fotoperiodista, de forma autodidacta, durante la guerra. Se unió al equipo de El Diario de Hoy en 1985. Residente en Cojutepeque, en los últimos años de su vida se dedicó a la agricultura, a través de la siembra y cosecha de naranjales.

Felipe Ayala era como un soldado raso de la fotografía. Era demasiado humilde para pensarse a sí mismo como un artista, así que concebía su trabajo como salir a batallar por la foto necesaria. Y siempre la conseguía, por su clara intuición de guerrero. Por falta de miedo no dudó nunca en salirse de la trinchera de la prudencia y en varias ocasiones, más que ningún otro fotógrafo que yo he conocido, fue apaleado; en una ocasión de forma muy grave después de haber tomado fotos de un infiltrado entre periodistas que estaba tratando de determinar quiénes estaban detrás de los reportajes sobre Belloso, el francotirador de la UES. Gracias a esas fotos esa persona fue detenida por la policía. Cuento esto porque cuando digo que Lipe se salía «de la trinchera de la prudencia» no quiero decir que Lipe era imprudente, sino que realmente era audaz y por eso no tomaba en consideración sus propios riesgos.

Arturo Silva, un fotógrafo que compartió con él siete años de trabajo, lo describió como “un amigo, un hombre con corazón de niño, enamorado de la vida y de las mujeres, pero muy respetuoso… en medio de buena camaradería, muchas bromas y tantas historias compartidas… a quien cariñosamente conocíamos como Lipe o Lipito como le gustaba que le dijeran, el mejor cliente de El Águila Negra” (un motel en el centro de San Salvador). Según Silva, Ayala fue “un Fotógrafo de la vieja escuela, de los que no le hacía mala cara al trabajo. Siempre dispuesto a ayudar y a compartir, o como decía él: ‘les voy a matar él hambre, shí’, cuando nos prestaba unos cuantos dólares.” Al recordarlo, Silva enumeró los sobrenombres que le caían a Lipe en momentos de jodarria y camaradería: “Chanchón, Tuncón, Trompa de Perro, La Caballa”.

Es verdad, Lipe era “enamorado de la vida y de las mujeres”, pero no era “respetuoso”. Y no falto el respeto a su memoria al decirlo, porque él era el que era y no el que queríamos que fuera. No creo que a ninguna mujer periodista le gustaran sus piropos. Los tiempos cambian y él nunca comprendió esto, pero como también era pintoresco, aceptamos sus fallas como parte de su idiosincrasia, que todos las tenemos. Eso es lo que hace a los equipos de trabajo: como individuos somos imperfectos, pero impulsados por el trabajo de equipo logramos cosas increíbles. Y esto sí le gustaba a él: ser parte del equipo, ser parte de algo más grande. Así que estoy seguro que allí, en el catálogo de El Diario de Hoy, hay fotos históricas muy buenas de él. La cosa es que Lipe nunca se dio cuenta de que eran “históricas” o “buenas”, lo único que le importaba es que había sacado las fotos del día. Toda una época se va con él.

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Jorge Ávalos: «El silencio y la tempestad»

Una reacción a la muerte de tres escritores centroamericanos en 2010, publicada en Nicaragua.

Jorge Ávalos

Escribí este artículo a petición de Enrique Jaramillo Levi, que me solicitó una nota en homenaje a Roberto Sosa para publicarse en la revista Maga de Panamá. De manera espontánea la escribí así, incluyendo también a Francisco Ruiz Udiel y a Rafael Menjívar Ochoa. Se publicó en Maga, número 69, agosto-diciembre de 2011, y en septiembre 17, 2011, en el suplemento “Nuevo Amanecer Cultural” de El Nuevo Diario, Managua, gracias a la invertención de Ulises Juárez Polanco.

Este año comenzó con un estremecimiento: en la madrugada del primero de enero un joven poeta nicaragüense se colgó en el garaje de la casa donde alquilaba un cuarto. Poco después se nos informó que un novelista salvadoreño estaba en guerra contra el cáncer; su última batalla llegó en abril. Y sólo un mes después, el corazón de un gran poeta hondureño se detuvo.

20110917-portadaportada_culturalDe los tres, Roberto Sosa era el más viejo. Y los viejos, como los niños, saben sorprendernos. La poesía de Sosa se distinguía por deslumbrarnos con su luminoso lirismo al hablar de los horrores de la opresión política y de la desesperación social, pero su muerte en Tegucigalpa fue, como se dice, natural. ¿Quién lo diría?

Rafael Menjívar Ochoa no tuvo tanta suerte, aunque tengo la convicción de que él habría dicho —en boca de algún cínico detective— que la muerte no tiene nada que ver con el azar. Conocido por sus novelas negras, narradas por personajes abrumados por sus propios egos, esa suerte en la que él no creía le jugó una mala pasada y le pudrió los intestinos.

En Managua, Francisco Ruiz Udiel, el más joven de todos, con el rigor y la discreción que siempre le caracterizaban, se quitó la vida con el alba del nuevo año, 2011. La última entrada de su bitácora se tituló “La muerte de Francisco”, y aunque se trataba de otro Francisco, confiesa que bajó la mirada para verificar si aún tenía la sombra de los vivos.

Centroamérica es una región violenta, pero no por ello nos acostumbramos a la muerte. Quizás lo contrario sea cierto: entre tanta zozobra política y social, la certidumbre de la muerte es casi ofensiva. No podemos discutir con ella ni podemos exigirle que nos regrese lo que nos ha quitado ni podemos protestar por lo que nos hace, año tras año, cada día. Después de todo, también anda detrás de nosotros.

Si, como decía Ungaretti, “la muerte se paga viviendo”, entonces es a la vida a quien tenemos que pedirle cuentas por quitarnos a tres hombres, de tres generaciones y de tres países vecinos que se dedicaron a combatir el silencio. Quiero admitir que en la oración anterior quise decir “escritores” o “creadores”, pero me decanté por llamarlos hombres, porque Centroamérica está perdiendo a sus hombres. Por medio de la persecución, el desempleo, el homicidio y la migración, estamos perdiendo a nuestros hombres y nadie habla de ello. Nadie sino una clase de hombres. Por esta razón, la guerra fría en la Centroamérica actual es la que se libra entre los que esgrimen solitariamente la palabra y los que nos oprimen con las fuerzas del silencio.

Hace más de un siglo, cuando aún no existían ni telégrafos ni teletipos, correos electrónicos ni aparatos receptores de microondas satelitales, había mucha más comunicación entre los escritores y los lectores de la que existe hoy. Los escritores no eran tan numerosos y los lectores eran un grupo selecto, es verdad, pero ambos, escritores y lectores, tenían algo entre los dedos, y en la punta de la lengua y en el brillo de los ojos que entre nosotros, los seres del futuro, se está extinguiendo: actitud crítica.

En el siglo XIX el pensamiento crítico no era potestad del mundo académico. Al contrario, nuestras literaturas se originan en una liberación del juicio crítico. La literatura Centroamericana llegó al mundo huérfana: un colonialismo trasnochado y un positivismo aventurero pero escuálido de carnes nos dejó consternados ante la posibilidad de ser nosotros mismos. Y sin embargo, lo logramos. Con el cubano José Martí en Guatemala, con el guatemalteco Enrique Gómez Carrillo en París, con el nicaragüense Rubén Darío en El Salvador y con toda suerte de desplazamientos, exilios, destierros y marginamientos, descubrimos el modernismo antes de llegar a la modernidad.

Ya entonces la muerte nos seguía de cerca y nos quería imberbes, idealistas y lúcidos. Y cuando llegaba nos sorprendía con un aguijón, con un balazo o con una cirrosis alcohólica que llegaba prematuramente porque los aguardientes de entonces eran tan fuertes como para mantener a raya las fiebres del paludismo y los cortejos del diablo, pero no a la suerte. Esa mala suerte que persigue a nuestros poetas y a nuestros ángeles de la prosa luminosa del cambio del siglo. Esa suerte en la que no creen los detectives cínicos pero que no nos deja en paz.

Y he aquí que de nuevo estamos ante otro giro de la historia y no sabemos qué hacer. Tenemos la violencia del narcotráfico, tenemos el capitalismo depredador, tenemos la democracia conspirativa y los escritores nos mantenemos quietos mientras cae sobre nosotros el fino polvo del olvido. El corazón de Sosa se detiene. La quimioterapia de Menjívar Ochoa deja a su familia al borde de la pobreza. Y el suicidio de Ruiz Udiel nos encuentra consternados y sucios de soledad.

Pero lo que nos jode a más no poder es que no sabemos con certeza, con esa certeza que tiene la muerte para ser tan categórica, si el corazón de Sosa no palpitó en vano o si las vísceras de Menjívar Ochoa merecieron esa corrupción o si la asfixia de Ruiz Udiel es una impugnación a algo más terrible que la vida misma o, peor aún, si el suicidio es una pregunta que no sabremos responder jamás. De interrogantes tan íntimas y personales se nutre la imaginación del autor.

Algunos me dirán que cómo me atrevo a pensar así, que cómo me atrevo a cuestionar la potestad de la palabra sobre la muerte. Sosa es grande, cabrón. Menjívar Ochoa fue un gran amigo, y Ruiz Udiel fue un bardo enamorado de la palabra pura. Pero sucede que yo tengo mi propio juicio crítico. Y disiento, por tres razones que son a su vez, las tres muertes inquietas de tres inquietantes escritores.

Sospecho que la grandeza de la poesía centroamericana no cabe en la calificación de “gran poeta hondureño”, porque la literatura hondureña no existe, el menos entre nosotros los centroamericanos. Yo sé, porque lo sé, que Menjívar Ochoa se dejaba guiar por una pulsión de muerte que lo llevaba inexorablemente hacia el lugar más recóndito del alma, un lugar donde no caben los amigos. Y sospecho, porque aún no lo puedo asegurar, que Ruiz Udiel brilla por sus ambigüedades y oscuros enigmas más que por esos versos traidoramente incluidos en una reciente antología por ser tan “comprensibles”.

Nadie escribe para posicionarse con claridad ante la incertidumbre, a menos que se trate de un filósofo del siglo dieciocho. ¿Alguien ha leído el poema “Sonatina” de Rubén Darío recientemente? Aquél que comienza con el verso: “La princesa está triste, ¿qué tendrá la princesa?” Ese no es un poema inocente: es sobre el despertar de la sexualidad en una niña. ¿Alguien ha confrontado —alguna vez, por primera vez— la novela El Señor Presidente del guatemalteco Miguel Ángel Asturias? Esa música verbal no es un canto de protesta, sino un deslumbramiento: toma como punto de partida el encuentro de la luz en los antros más oscuros de la miseria. ¿Y qué decir de los extraordinarios poemas Miguel Arcángel de Eunice Odio, o Dónde llegan los pasos de la salvadoreña Claudia Lars? Esos grandes poemas anuncian, con persuasiva incomprensión, que lo inexpresable existe.

Si alguien quiere certidumbre, ahí está la muerte. La literatura Centroamericana es una invitación a la turbación, a la angustia, a la paradoja, al enigma, a la confusión, a la inquietud y sí, también, a la incertidumbre. Antes de matar, el sicario de una novela de Menjívar Ochoa contempla el cuerpo dormido de su víctima: su sueño plácido, su candor casi infantil. En Panamá, en el 2005, en una lectura dominada por poesía erótica y amorosa, Ruiz Udiel nos habló con oscuro deseo de las poetas suicidas, esas que todos los poetas amamos secretamente: Alejandra Pizarnik, para unos; y Sylvia Plath, para otros (dulce y dolorosa amargura en ambos casos: placer puro, perdición total).

Y Sosa, el más viejo de nuestros nuevos muertos, no nos dejó un legado de certidumbre. Él comprendió mejor que nadie que la literatura hondureña no existirá mientras no exista una literatura centroamericana, un concierto de voces con sus propios vasos comunicantes, sus propias editoriales y su propio pensamiento crítico. Los pobres, nos dijo una vez, “entran y salen por espejos de sangre”, un verso que aún me hace temblar. Más al punto es su declaración de estilo, en la que afirmó, refiriéndose a la diferencia entre lo ya conocido y lo eternamente ignorado: “Desprecio en toda línea a los que le descubrieron a la mierda el esplendor del oro. Por ello adoro el mar y su silencio previo a la tempestad”.

De eso estamos hablando, de la asombrosa tempestad de una literatura que termine al fin con ese silencio que nos divide con sus sangrientas fronteras, una tempestad que nos permita concebir y crear una América bella y brutal, una América insólita pero nuestra, una América de la imaginación, compacta y central, donde no haya lugar para la muerte.

Cuentos de guerra de Jorge Ávalos en la revista Los Heraldos Negros

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Cuentos breves y realistas publicados en México.

La revista bimestral mexicana de creación literaria y análisis político Los Heraldos Negros publica, en su edición de marzo-abril de 2017, un número dedicado a las Dictaduras y Golpes de Estado. En la sección Escribir para Transformar se incluye una secuencia narrativa del escritor salvadoreño Jorge Ávalos bajo el título común: “Signos vitales: cinco cuentos escritos desde un estado de terror político”. Escritos durante la guerra de El Salvador en la década de 1980, los textos, breves pero intensos, tratan sobre la persecusión política, la tortura, la muerte y la situación de los niños en los frentes de guerra. Narrados sin sentimentalismos ni posturas políticas, cada uno de los cuentos es un retrato compasivo de personajes en situaciones extremas.

Puedes leer estos cuentos del escritor salvadoreño galardonado con los premios centroamericanos de literatura Sinán de Panamá 2004 y Monteforte Toledo de Guatemala 2012 en el siguiente enlace:

“Signos vitales: cinco cuentos escritos desde un estado de terror político”

  • Lo indecible
  • Cosas de niños
  • Baratijas
  • Signos vitales
  • Cadalso